|
|
« en: 09 de Septiembre de 2008, 02:48:38 pm » |
|
Diccionario de las herejías
Las principales corrientes de pensamiento contrario a la doctrina de la Iglesia Católica.
Adopcionismo: Según esta herejía, que tuvo como autor a un rico curtidor de pieles, Teodoto de Bizancio, Cristo era solamente un hombre, al que Dios adoptó como hijo en el momento de su bautismo y al que confirió una potencia divina para que pudiera llevar a cabo su misión en el mundo. Excomulgado por el Papa Víctor hacia el año 190, Teodoto fundó una secta, la cual tuvo, a mediados del siglo III, su último representante en Artemón o Artemo que enseñaba en Roma.
Una variante del adopcionismo de Teodoto de Bizancio es el error de Pablo de Samosata, que fue obispo de Antioquía, entre el 260 y el 268; éste, para conservar la unidad divina, sostenía que Jesús no era Dios sino un hombre como los demás, pero con la diferencia de que, a él, el Verbo se le había comunicado de una manera especial, inhabitando en él.
Un matiz muy distinto tiene el adopcionismo del español Elipando de Toledo y Félix de Urgel (siglo VIII), los cuales admitían la Trinidad y enseñaban una doble adopción de Cristo: una divina y otra humana; como hombre, Cristo era solamente hijo adoptivo de Dios, pero como Dios era verdadero Hijo de Dios.
Agnoetas: Secta monofisita, debida a Temistio, diácono de Alejandría (siglo VI), el cual sostenía que Cristo había ignorado muchas cosas, incluso aquellas que eran propias del conocimiento común de los hombres; en particular ignoraba el día del juicio final.
Albigenses: Véase Cátaros.
Apolinaristas: Herejes del siglo IV, que recibieron este nombre por Apolinar de Laodicea (Siria), que vivió entre el 310 y el 390; fue amigo de San Atanasio y le apoyó en su lucha contra el arrianismo. Unos años después de haber sido elegido obispo de su ciudad, Apolinar, con el objeto de poner de relieve la personalidad divina de Cristo, afirmó que Cristo no tenía un alma propiamente humana, sino que el Verbo encarnado había tomado el lugar de esta alma; por lo mismo, ya no se podía hablar más de dos naturalezas sino de una única naturaleza y de una única persona en Cristo. Fue condenado por el Papa San Dámaso en el Sínodo romano del año 377.
Arrianismo: Arrio, sacerdote de Alejandría, sostuvo, hacia el año 320, que Jesús no era propiamente Dios, sino la primera criatura creada por el Padre, con la misión de colaborar con Él en la obra de la creación y al que, por sus méritos, elevó al rango de Hijo suyo; por lo mismo, si con respecto a nosotros Cristo puede ser considerado como Dios, no sucede lo mismo con respecto al Padre puesto que su naturaleza no es igual ni consustancial con la naturaleza del Padre. Esta herejía se difundió como la pólvora y ganó pronto a un prelado ambicioso de la corte de Constantino, Eusebio de Nicomedia, que llegó a convertirse en el verdadero jefe militante del partido de los arrianos; también simpatizó con Arrio el historiador eclesiástico Eusebio de Cesarea. Arrio abandonó Alejandría el año 312 y se fue a propagar su herejía al Asia Menor y a Siria. El año 325 Constantino, preocupado por la difusión de la herejía y por las luchas internas que, a causa de ella, dividían a los católicos, convocó en Nicea el I Concilio Ecuménico, el cual condenó a Arrio y a sus secuaces, afirmando en el Símbolo llamado Niceno: "Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todas las cosas, visibles e invisibles. Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado sólo por el Padre, o sea, de la misma sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho en el cielo y en la tierra, que por nuestra salvación bajó del cielo, se encarnó y se hizo hombre". El anatema contra Arrio estaba redactado en los siguientes términos: "En cuanto a aquellos que dicen: hubo un tiempo en que el Hijo no existía, o bien que no existía cuando aún no había sido engendrado, o bien que fue creado de la nada, o aquellos que dicen que el Hijo de Dios es de otra hipóstasis o sustancia, o que es una criatura, o cambiante y mutable, la Iglesia católica lo anatematiza". Tras este anatema lanzado por el Concilio, Constantino añadió la prohibición de que Arrio pudiera volver a Alejandría, algunos meses más tarde envió al exilio, a la Galia, a Eusebio de Nicomedia. Pero Arrio, aun desde lejos, no cedió en sus ataques; pronto se volvió a granjear la gracia del emperador. Campeón de la fe nicena fue Osio, obispo de Córdoba, y Atanasio, obispo de Alejandría, que soportó duras luchas y hasta el destierro intentando la extinción total del arrianismo, que se camufló de diversas maneras y se difundió entre los bárbaros germanos hasta los confines más septentrionales del Imperio: ostrogodos, vándalos y longobardos, entre los que perduró durante muchos años. Los últimos, arrianos longobardos desaparecieron hacia el 670, gracias a la habilidad de san Gregorio Magno.
Cátaros: Difundidos con sorprendente rapidez por el Mediodía de Francia, en la región de Albi (donde se hicieron muy poderosos y recibieron el nombre de albigenses) y por la Italia septentrional (donde se les dio también el nombre de Patarinos), los cátaros (del griego = puros, perfectos) constituyeron entre los siglos XI y XII la más peligrosa herejía, no sólo dentro de la Iglesia sino también dentro de la sociedad civil.
El catarismo era una extraña mezcla, sobre un fondo decididamente maniqueo, de herejías pasadas como el docetismo y el gnosticismo, y de religiones orientales. Según los cátaros más rigoristas, los dos principios del bien y del mal, siempre en perpetua lucha en el mundo, son igualmente eternos y omnipotentes; según los cátaros más mitigados, el principio del mal es una criatura de Dios, un ángel caído, llamado Satanás, Lucifer o Luzbel, y que habría creado el mundo visible de la materia, en oposición al mundo invisible de los espíritus buenos creados por el principio del bien. La creación del hombre es obra del principio del mal que logró seducir y aprisionar en los cuerpos algunos espíritus puros. Para poder salvar a estos espíritus puros encerrados en cuerpos humanos, Dios envió su Palabra por medio de un mensajero, Jesús, que era un ángel fiel y que Dios, por esta aceptación redentora, le llamó su Hijo. Jesús bajó a la tierra y, con objeto de no tener ningún contacto con la materia, tomó un cuerpo aparente y vivió y murió aparentemente como un hombre. Jesús enseñó que el camino de la salvación consiste en renunciar a todo aquello que tenga sabor carnal si quiere uno liberar el espíritu puro que está encerrado y aprisionado dentro de nosotros. Por eso es pecado no sólo el matrimonio sino también el uso de los alimentos carnales; el ideal de santidad sería el suicidio como medio para escapar y sustraerse voluntariamente a la influencia del principio del mal. Al fin del mundo, todos los espíritus se verán libres y gozarán de la gloria eterna; no habrá infierno para nadie puesto que cada uno habrá obtenido la salvación a través de reencarnaciones purificaciones.
Los seguidores del catarismo se distinguían en puros o perfectos y en creyentes. Los puros o perfectos vivían en absoluta separación de los bienes de la tierra, en rigurosa ascesis, y evitaban todo contacto carnal ("el matrimonio es un lupanar" y dar hijos al mundo significa procrear diablos: "Rogad a Dios que os libre del demonio que lleváis en vuestro seno", decía un puritano de la secta a una mujer encinta); los puros llegaban a este estado con una especie de imposición de las manos y del libro de los Evangelios. Un ritual cátaro de Lyon nos ha conservado las particularidades de este rito de los puros; la ceremonia se iniciaba con el servitium, o sea, con la confesión general hecha por todos los presentes; después, el candidato se ponía ante una mesa en la que estaba apoyado el Evangelio, y respondía a las preguntas que le hacía el decano de los perfectos o puros; después se pasaba al melioramentum, que consistía en la confesión del candidato, tras lo cual el decano le signaba con el Evangelio. Decano y candidato recitaban una estrofa del Pater noster. Después llegaba ya el consolamentum, que era una especie de promesa por parte del candidato de renunciar a los alimentos carnales, a la mentira, al juramento y a la lujuria. Al principio se les imponía el vestido negro de la secta, que podía ser sustituido por un cordón negro en tiempo de persecuciones.
Los creyentes, por su parte, debían venerar y respetar a los elegidos y alimentarlos; no estaban obligados a las abstinencias carnales; en lugar del matrimonio se les aconsejaba el concubinato, pues no teniendo éste como finalidad la procreación de los hijos, no prolongaba la obra de Satanás; sólo en el lecho de muerte podían los creyentes recibir el consolamentum, que era su regeneración.
El culto de los cátaros comprendía: la comida ritual, en la que un perfecto bendecía y partía el pan que, luego, se dividía entre los presentes; el melioramentum, que tenía lugar cada mes y consistía en una confesión general seguida de tres días de ayuno. Todas las ceremonias concluían con el beso de paz que todos los presentes al rito se daban sobre ambas mejillas.
El catarismo desapareció muy pronto debido a la feroz represión existente bajo el nombre de cruzada contra los albigenses, dirigida por Simón de Monfort y concluida con la batalla de Muret, el 12 de septiembre de 1213.
Entre los apóstoles evangelizadores de los países contaminados de catarismo es preciso recordar a San Bernardo, al obispo español Diego de Acevedo y a la Orden de los Frailes Predicadores fundada por Santo Domingo de Guzmán.
Docetismo: Herejía cristológica que aparece ya hacia fines de la edad apostólica, se difundió en los primeros años del siglo II y dejó su impronta en la mayor parte de los sistemas gnósticos. Para los docetas, la humanidad de Cristo era sólo aparente; negaban por tanto, como aclaraba San Ignacio de Antioquía a los fieles de Esmirna, que "Jesucristo hubiera verdaderamente salido de la estirpe de David, según la carne... que hubiera nacido verdaderamente de una virgen... que verdaderamente hubiera sido traspasada por clavos su carne"; que "la Eucaristía sea la carne de Cristo, la carne que ha sufrido por nuestros pecados, la carne que el padre, en su bondad, ha resucitado". (Ad Eph.).
Donatismo: Habiendo aparecido, en un principio, como un cisma en la Iglesia africana, el donatismo no tardó mucho en convertirse en verdadera herejía.
Surgió de la oposición de algunos obispos de la Numidia al nombramiento de Ceciliano como obispo de Cartago, acusado de haberse hecho consagrar por Félix de Aptonga, considerado como uno de los "traidores", o sea, de los que durante la persecución de Diocleciano habían obedecido los edictos del emperador del año 303. Entonces, un concilio de setenta obispos de Numidia depuso a Ceciliano, sustituyéndolo por Mayorino. Así nació el cisma que, dos años después, en el 315, con la elección de Donato como sucesor de Mayorino, encontró un jefe y un verdadero organizador. A pesar de la buena voluntad de hacer entrar en razón y en las filas de la Iglesia católica a los disidentes, el emperador Constantino no lo consiguió; al revés, los disidentes se hicieron cada vez más fanáticos persiguiendo a los católicos y destruyendo sus iglesias (circumcelliones). Parminiano, sucesor de Donato desde el 355 al 391, y el obispo de Cirta, Petiliano, el mayor exponente del donatismo, en tiempos de San Agustín, fueron los más fogosos defensores de la secta con las palabras y sus escritos. A pesar de la acción de tipo doctrinal de Octavio de Milevi y de San Agustín, y no obstante la intervención del emperador Honorio que los persiguió como herejes llevando, de este modo, un poco de paz a la Iglesia africana, los donatistas sobrevivieron hasta la conquista llevada a cabo por los árabes en el 650.
Su doctrina era demasiado simple; sostenían que la Iglesia visible está compuesta solamente de justos y santos y que los sacramentos son inválidos si se administran por un ministro indigno.
Encratismo: De la palabra griega enkràteia, que significa abstinencia, templanza. Doctrina de fondo ascético, cuyo más notable representante fue Taciano, en el siglo II. Partiendo del principio gnóstico de que la materia es intrínsecamente mala, consideraba como pecado la unión matrimonial, prohibía el uso de la carne y el vino, pretendía que el sacrificio eucarístico se hiciese utilizando solamente agua, y rechazaba las riquezas como pecado abominable.
En el siglo IV el encratismo volvió a tomar vida en los discípulos del asceta capadocio Eustaquio de Sebaste; fue combatido por san Anfiloquio, obispo de Iconio, y condenado en un Sínodo del año 390 celebrado en Sido de Panfilia.
Espirituales: Grupo bastante numeroso, formado en su mayoría por franciscanos exaltados que, siguiendo las ideas de Joaquín Flores (ver: Joaquinitas) y predicando la pobreza evangélica, pretendían reformar la Iglesia viciada por las cosas temporales. Francisco de Asís, "el ángel del sexto sello del Apocalipsis", según los espirituales, había sido enviado para inaugurar la tercera etapa del Espíritu Santo, en la que los franciscanos espirituales habían de instaurar el reino de Dios.
Este movimiento tuvo sus principales focos en Toscana, con Ubertino de Casal, autor de un Arbor vitae crucifixae Jesu, y en el Languedoc con Pedro de Juan Oliva, algunas de cuyas proposiciones doctrinales fueron condenadas, y con Gerardo de Borja San Donino, que escribió un Liber introductionis in Evangelium aeternum, y, finalmente, en la Marca de Ancona, con Angel Clareno.
Euquitas: Secta herética difundida en el Asia Menor a finales del siglo IV. Defendía la unión personal del demonio con el pecador y la de Dios con el justo, en una especie de panteísmo. Sus seguidores se llamaban así porque utilizaban la plegaria para expulsar a los demonios y unirse hipostáticamente con Dios. Fueron condenados a duras represalias; así en el sínodo de Sido del año 390 y en el concilio de Éfeso del año 431.
Febronianismo: Doctrina que recibe este nombre de Febronio, seudónimo del obispo auxiliar de Tréveris, Juan Nicolás von Hontheim, autor del libro De statu Ecclesiae et ligitima potestate Romani Pontificis, etc., publicado en el año 1763. Para Febronio son sólo los obispos los únicos jueces de la fe por derecho divino; ellos son los que, con la ayuda de la potestad civil, pueden deponer al papa si se sale fuera de sus atribuciones y competencias, puesto que el papa no es sino un primus inter pares y la parte ejecutiva de los cánones conciliares; ninguna ley pontificia tiene valor si no es aprobada antes por los obispos. El febronianismo encontró buena acogida entre el rey José II, quien pretendió tratar como asunto de Estado todo cuanto de alguna manera guardaba relación con la organización externa de la Iglesia prohibiendo a sus obispos toda comunicación con Roma (josefismo). Las doctrinas febronianas fueron condenadas el año 1764, y de nuevo en 1766, 1771 y 1773.
Fideísmo: En oposición a la tendencia racionalista del siglo anterior, el abate Bautain, profesor de Estrasburgo y más tarde en París, defendió la incapacidad de la razón de llegar a las verdades religiosas, las cuales no pueden conocerse si no es exclusivamente por la tradición. Fue condenado el año 1831; en el Concilio Vaticano de 1870 fueron denunciados los peligros del fideísmo.
Frailes apostólicos: Fueron fundados por un franciscano, Gerardo Segarelli, que, expulsado de su orden, se puso a predicar en los territorios de Parma contra la Iglesia "receptáculo de Satanás", en nombre de la pobreza evangélica y de un misticismo panteístico. Una vez que murió el fundador, el movimiento continuó en el territorio de Vercelli bajo la guía de fray Dolcino, hasta que finalmente quedó sofocado en 1207, después de dos años de guerra.
Frailes del libre espíritu: Secta herética que se acogía, aunque exacerbándolas y exagerándolas, a las teorías de Amaury de Bène (m. 1207), maestro de teología en parís, que enseñó un panteísmo sustancial: Dios está en todo y en todos y cada uno de nosotros, por ser encarnación del Espíritu Santo, no puede pecar; por lo mismo, no tiene necesidad de recibir ningún sacramento. Condenado por Inocencio III, Amaury se retractó, pero su herejía, hecha propia y desarrollada por Ortlieb, profesor de Estrasburgo, con el nombre de Frailes del libre espíritu, llegó a la absoluta negación de toda autoridad, de la ley moral y de los sacramentos, en virtud del principio de que el Espíritu Santo está en nosotros y eso basta. Entre las diversas aberraciones morales se encontraban la del amor libre, el nudismo y la magia. Los frailes del libre espíritu duraron hasta el siglo XIV.
Fraticelos o "Fraticelli": Se llamaron así aquellos espirituales que no quisieron entrar en la Orden de San Francisco y se rebelaron contra la autoridad de la Iglesia, buscando ayuda en el poder civil, primero en Colonna contra Bonifacio VIII, y después en Luis de Baviera contra Juan XXII, creando luego su Iglesia más "espiritual".
Galicanismo: El galicanismo no es ni una secta ni propiamente una herejía sino un conjunto de tendencias contrarias a las prerrogativas pontificias en Francia. Su doctrina viene compendiada en cuatro artículos de la Declaratio cleri gallicani votada el 19 de marzo de 1682 en la Asamblea general del clero, en París: 1) el Papa sólo tiene jurisdicción espiritual; el rey y los príncipes, en los asuntos temporales, son absolutamente independientes de la Iglesia; a) el Concilio es superior al Papa; 3) la autoridad pontificia en las cosas de orden espiritual debe ser moderada según los cánones y según las reglas, instituciones y costumbres del reino y de la Iglesia de Francia; 4) al Papa corresponde la preeminencia en las cuestiones de fe, pero sus sentencias y sus decretos no son irreformables sin el consentimiento de toda la Iglesia entera.
La Declaratio cleri gallicani fue condenada por el Papa Inocencio XI el 11 de abril de 1682 y, de nuevo, por Alejandro VIII el 4 de agosto de 1690; revocada por Luís XIV en 1693 fue después, a la muerte del rey, puesta de nuevo en vigor por el Parlamento de París. La definición del Concilio Vaticano de 1870 sobre la potestad y la infalibilidad pontificia dio el golpe de gracia al galicanismo.
Gnosticismo: Bajo este nombre se comprende todo un complejo de sistemas heréticos que tomaron este nombre en el siglo II y III (continuando bajo formas veladas pero con los mismos principios aún hasta nuestros días), los cuales, mediante un sincretismo filosófico-religioso, intentaron dar una explicación racional a los misterios del cristianismo.
Punto de partida del gnosticismo es el problema del mal que resuelve mediante la aceptación de un dualismo radical entre Dios y la materia. Dios, que es el ser esencialmente espiritual, capaz de desenvolverse y desarrollarse, engendró los seres espirituales y eternos como él (eones). La primera pareja de eones (sicigia), macho y hembra, procedieron directamente de Dios; las demás proceden la una de la otra por sucesiva evolución. Sucedió que, en el proceso evolutivo, los eones que conforme se iban alejando de Dios se hacían cada vez más imperfectos, un eón prevaricó y fue excluido del pléroma, o sea, de la sociedad de todos los eones. Este, a su vez, prolificó dando origen a otros eones malvados como él, y creó el mundo y al hombre; fue adorado como Dios por los hebreos, los cuales le dieron el nombre de Jahvé, el Demiurgo. Pero un eón superior puso en el hombre, a escondidas, un germen divino, el cual se vio, de este modo, prisionero en la materia y comenzó a sufrir persecución por parte del demiurgo. ¿Cómo es posible a este germen divino verse libre del cuerpo? De la siguiente manera: uno de los primeros eones superiores se encarnó, tomó la forma, el fantasma, de Jesús de Nazareth, y enseñó a los hombres, mediante su predicación, el medio de poderse salvar. Pero el Evangelio de Jesús de Nazareth, si puede convencer y ser suficiente para los ingenuos y los simples, no lo es para los demás; para éstos se requiere una gnosis más profunda del Evangelio. Los hombres, por tanto, se dividen en tres grupos: los ílicos (materiales) para los cuales no hay salvación posible; los psíquicos, que pueden salvarse con la ayuda de Jesucristo, y los pneumáticos o gnósticos perfectos, los cuales ya tienen la salvación en la gnosis y, por tanto, no tienen necesidad de salvación. Cuando la gnosis haya realizado la liberación del germen divino en el hombre y el Demiurgo sea sometido a Dios, entonces el mundo material será destruido y sobrevendrá la restauración universal. Los centros principales del gnosticismo se encontraron en Siria y Alejandría; sus maestros principales fueron Cerinto, Saturnino, Basílides y Valentino. Según San Ireneo, Cerinto debió de enseñar la distinción entre el Dios supremo y el Demiurgo. Jesús, hijo natural de María, era un hombre normal como los demás; después de su bautismo bajó sobre él una virtud especial, proveniente del Dios supremo, en forma de paloma; antes de su pasión, esta virtud que estaba en Cristo abandonó a Jesús, que sufrió y murió como todos los demás hombres, mientras que el Cristo permaneció impasible y sigue existiendo espiritualmente.
Según Cayo, Cerinto exhibía un libro de revelaciones que decía haber recibido de manos de los mismos ángeles y, según el cual, tras la resurrección de la carne, se gozará de toda clase de placeres y de voluptuosidades durante mil años.
Saturnino admitió la existencia de Dios Padre, creador de las potencias angélicas; éstas, a su vez, crearon el mundo y al hombre; pero, como quiera que el hombre creado por los ángeles no podía tenerse en pie, Dios infundió en él una centella de vida, por la que éste se sostuvo, articuló sus miembros y comenzó a vivir. Surgió, entonces, entre los ángeles creadores y el Dios supremo una lucha que se traspasó también a los hombres buenos y malos; buenos los que creían en el Dios supremo, y malos los que creían y adoraban a los ángeles creadores y, en particular, a Jahvé que era uno de los cabecillas de los ángeles. Para abatir toda la potencia angélica y para sacar a la humanidad del dominio del ángel Jahvé, Dios envió un Salvador, Cristo, que apareció en un fantasma humano, incorpóreo.
Basílides conservó esta teoría de la oposición entre el Dios supremo y los ángeles creadores, que son la trescientos sesenta y cinco emanación de los eones. Estos ángeles, con Jahvé a la cabeza, crearon el mundo, dieron la ley a los hebreos e inspiraron a los profetas. El Cristo, primero de los eones, engendrado por Dios e increado como espíritu, a fin de librar a los hombres de la esclavitud de Jahvé, apareció bajo la semejanza de Simón de Cirene, el cual fue quien, en realidad, llevó la cruz y fue crucificado puesto que el Cristo increado no podía morir.
Valentino dio otra impronta al gnosticismo. En la base de su sistema está la teoría de los eones, los cuales se interponen entre Dios y el mundo, el bien y el mal, intentando ser una conciliación. Al principio de los eones Valentino pone el Abismo, el Padre no ha engendrado, con su compañera el Silencio, de cuya unión surgió la pareja mente-verdad, y ésta engendró sucesivamente el verbo y la vida, el hombre y la Iglesia. De la pareja verbo-vida nacieron diez eones (cinco parejas de machos y hembras); de la pareja hombre-iglesia nacieron doce eones, o sea, otras seis parejas. Todos estos treinta eones formaron el pléroma que es "la sociedad perfecta de los seres inefables". El último de los eones, la Sabiduría (Sofía), fue presa del deseo de subir a la fuente del pléroma y conocer al Padre Abismo, pero fue tal y tan grande el coraje que le cogió por no poder conseguirlo que rompió la felicidad de todos los eones inferiores. De este desequilibrio nacieron todos los males, por parejas: temor e ignorancia, tristeza y llanto, etc.; al final estaban también las tres sustancias: la materia animada, la inanimada y la materia espiritual, sustancias que son, más o menos, los componentes del hombre, el cual, por esto mismo, está dividido según sustancias que lo componen en hombre material, hombre psíquico y hombre espiritual. A fin de recomponer las cosas, de la pareja eónica mente-verdad salió la pareja Cristo-Espíritu Santo. El eón Cristo descendió, en forma de paloma, hasta Jesús de Nazareth, del cual, después que hubo predicado y enseñado a los hombres la manera de verse libres de las pasiones, se marchó y subió a la perfección del pléroma en el momento de su presentación ante Poncio Pilato, permitiendo que sufriese y muriese el elemento material revestido de su apariencia.
El gnosticismo fue combatido por San Ireneo, San Hipólito Romano, Tertuliano y Orígenes.
Hermanos moravos: Surgieron de los elementos más moderados de los husitas reunidos confraternalmente en Bohemia y en Moravia con el nombre de "Frailes bohemios" o "Frailes de la ley de Cristo". Separados de la Iglesia el año 1467, no reconocían otra autoridad que la Sagrada Escritura; pronto se fundieron con los reformados. En el año 1722, algunos de los miembros se pasaron a la Sajonia y, acogidos por el conde N. L. von Zinzerdof fundaron y establecieron en aquellas tierras una comunidad político-eclesiástica independiente con culto propio y una propia constitución, que recibió el nombre del centro de Herrnhut: Conferencia de Herrhut.
Actualmente existen grupos de la Conferencia de Herrhut en Alemania, Inglaterra, Dinamarca, Holanda, Suecia, Estados Unidos y Canadá.
Husitas: Juan Hus (1369-1415), profesor y después rector de la Universidad de Praga, era un asceta animado de espíritu reformista, un predicador elocuente y un ardiente patriota. Ganado y convencido por las doctrinas de Wiclef importadas a Checoslovaquia por Jerónimo de Praga, se las hizo suyas y se sirvió de ellas para volver a encender más vivamente no sólo la lucha por la reforma de la Iglesia, sino también por un nacionalismo ciego contra el dominio germánico (ver wiclefitas). Excomulgado por Alejandro V en 1412, se rebeló apelando a Cristo y a la autoridad de la Biblia, de la que se proclamaba a sí mismo infalible intérprete; detrás de él estaba también el pueblo que le azuzaba en sus predicaciones contra el clero y contra el dominio germánico.
Fue al Concilio de Constanza del año 1414 para defender sus teorías, pero allí le condenaron como hereje y fue reducido al estado secular. El emperador Segismundo, que le había dado un salvoconducto para entrar en Constanza, lo sentenció a muerte apenas le tuvo entre sus manos (6 de julio de 1415). La misma suerte corrió su amigo Jerónimo de Praga, pocos meses después.
Tras la muerte de su jefe, los husitas se dividieron en utraquistas, porque pedían la comunión sub utraque specie, y en taboristas, más fanáticos, llamados así porque tenían su centro en Tabor. Con Juan Ziska, jefe de los taboristas, los husitas pasaron a la acción política, con "la defenestración de Praga" del año 1418, la invasión del Parlamento y la masacre de los consejeros católicos. En diciembre de 1419 los husitas buscaron un acuerdo con el emperador Segismundo, haciendo estas cuatro propuestas: libertad de predicación, comunión bajo las dos especies, pobreza apostólica del clero, castigo de los pecados mortales, como la simonía. El emperador no aceptó estas proposiciones, y ordenó una represión contra los herejes agitadores. En noviembre de 1420 los husitas guiados por Juan Ziska se apoderaron de las tropas imperiales; parecidos triunfos obtuvieron en febrero y noviembre de 1421, Juan Ziska, al que sucedió Procopio el Calvo, no menos intrépido que él como militar; de hecho, bajo su guía, los husitas llegaron a Hungría, a la Sajonia y a la Silesia. También Procopio fue al Concilio de Basilea, convocado por Martín V, a defender su tesis. Entre tanto, se multiplicaron las sectas en el seno de los husitas, como la de los milenaristas y la de los adamitas, que se entregaron a toda suerte de inmoralidades, los unos porque creían inminente el fin del mundo, los otros por llegar pronto a la perfección con el nudismo y con la promiscuidad de sexos. En 1434 Procopio fue muerto en una batalla y, desde entonces, los husitas fueron desapareciendo poco a poco.
Iconoclastas: La lucha contra el culto de las imágenes tuvo en Oriente dos fases. La primera fue promovida, y con bastante violencia, por el emperador León III el Isáurico, el año 725 con una serie de edictos que proscribían el culto y el uso de las imágenes de los santos y de los ángeles, de Cristo y de la Virgen; acabó esta fase con la muerte del emperador León IV, el año 780. A una fanática destrucción de todo un patrimonio artístico y religioso, expresión viva de la piedad popular, siguió una reacción no menos enérgica por parte de San Germán, patriarca de Constantinopla, depuesto por el emperador el año 730, y de San Juan Damasceno, los cuales, con sus escritos, no sólo refutaron la acusación de idolatría lanzada contra la Iglesia, sino que explicaron además la legitimidad y la naturaleza del culto a las imágenes; otros obispos orientales y el Papa Gregorio III condenaron el iconoclastismo. A la lucha contra las imágenes, siguió bien pronto la persecución que contó con no pocos mártires. Constantino V Coprónimo (741-775) continuó la obra de su padre; lo mismo hizo León IV (775-780), si bien este último estuvo mejor dispuesto a un restablecimiento de la paz, gracias a las instigaciones de su mujer Irene, la cual, una vez que se quedó viuda y emperatriz, convocó de acuerdo con el Papa Adriano I y con el patriarca de Constantinopla, San Tarasio, el II Concilio de Nicea (VII ecuménico), el año 787.
En este Concilio se definió la legitimidad del culto a las imágenes y se condenó el error iconoclasta en estos términos: "Decidimos restablecer, junto a la Cruz preciosa y vivífica de Cristo, las santas y venerables imágenes: o sea, las imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Salvador, la de Nuestra Señora Inmaculada, la santa Madre de Dios, la de los honorables ángeles y de todos los píos y santos personajes, puesto que más se pensará en ellos a través de las imágenes que los representan y más, aquellos que los contemplan, se sentirán excitados al recuerdo y al deseo de imitarlos; decidimos rendirle un homenaje y adoración de honor, no ese culto de latría que proviene y que compete sólo a Dios, sino de honor, ese honor y veneración que se presta a la Cruz preciosa, a los santos Evangelios y a los objetos sagrados; decidimos también encenderles incienso en su honor y encenderles velas, como era costumbre entre los antiguos cristianos. Puesto que el honor rendido a la imagen se traspasa al prototipo que representa y el que venera la imagen venera la persona que la imagen representa".
La segunda fase iconoclasta duró acerca de 30 años, desde 815 al 842 y fue promovida por León el Armenio (813-820) y continuada por Miguel el Balbuciente (820-821) y por Teófilo (829-842). Puso fin a esta fase la emperatriz Teodora, viuda de Teófilo, y así el primer domingo de cuaresma del año 843 fue solemnemente celebrada en Santa Sofía de Constantinopla la primera fiesta de las imágenes o fiesta de la Ortodoxia, que todavía dura hoy en la Iglesia oriental.[/b][/b]
|